sábado, 24 de agosto de 2013

La rápida historia de Piercouer y Frembuel

Parque miraflorino con muchos gatos trepados en los árboles, como espectadores. En el centro, un busto de César Moro. Es de mañana. PIERCOUER viste una chaqueta azul. FREMBUEL luce preocupado, lleva un polo negro y zapatillas verdes. Ambos sostienen cigarrillos. MUJER DE ABRIGO VERDE espía la escena desde su rústica ventana.

PIERCOUER. Tú y yo sabemos que aquel reloj gigante de la iglesia está siendo secretamente manipulado por los olímpicos, ¿por qué negarlo, amigo mío? 
FREMBUEL. (Mostrando comprensión.) Parece que sí, eso parece. El tiempo está despotricando. 
PIERCOUER. Y no estoy loco, pequeñísimo saltamontes. 
FREMBUEL. No, no lo estás. Nunca lo has estado. (Le besa efímeramente en los labios.)
PIERCOUER. (Desconcertado.) ¿Qué haces?
MUJER DE ABRIGO VERDE. (Sonriendo.) Ay, chiquillos saltarines, ya era hora.
FREMBUEL. (Susurrando.) Lo siento. (Esboza media sonrisa.) 
PIERCOUER. Te lo he dicho kilómetros de veces, Frembuel, no finjas despreocupación: contigo no funciona eso de quitarle importancia a los enredos. No seas cobarde, que suficiente mariconada con el beso que me acabas de dar. 
FREMBUEL. Digamos que tenía que hacerlo, y listo. Los embrollos se desatan mejor en el silencio. (Se voltea hasta quedar de espaldas a su amigo.)
PIERCOUER. Noventa grados, solo eso. 
FREMBUEL. (Gira.) No me dejes en el limbo.
PIERCOUER. Eres tan feo e inseguro. Ven aquí. (Le besa.)
MUJER DE ABRIGO VERDE. Nunca me aburrieron los finales felices.

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