domingo, 11 de agosto de 2013

Caer en cuenta

Hoy, aislado, con un muro de Berlín entre los incisivos, tocándome los centros abstractos frente a un retrato cualquiera, pintando de marrón los ojos verdes del bioma adónico, sentí repentinamente como si alguien estuviera tocando un timbre muy dentro de mi cabeza, entre su mecánica inexplicable, durante más de dos canciones -resistiré las onomatopeyas por hoy-, y después, supuse que a razón de cansancio, comenzara a enarbolar una suerte de golpeteos intermitentes, esta vez allí donde se une la oreja con el resto de la cabeza -me abstengo de sustantivar la locación por mi ignorancia a(na)tómica-, exactamente donde sueles echarme el humo de tus cigarrillos mientras supuras tequieros, como un tambor, como una jam session de extravagancias o un recital de ateneas; y empecé a inquietarme. Comenté todo, semidesnudo, con mi familia: mi madre me obligó a visitar a uno de esos edípicos psicólogos con quienes dibujas granjas y campos de fresas sin ácido, lo cual ayudó solo a mi rechazo hacia ellos; mi padre, tras muchos ceños fruncidos, dictaminó, y por un momento sus arrugas dibujaron la palabra HARTAZGO en la frente, que deje de ser tan «marica», que empiece a crecer un buen par de «huevos» y un concierto de palabras que ni Bukowsky usaría; mi hermana intentó comprender todo con una tierna mirada de valquiria, y, en el momento en que se disponía a abrazarme, recordé que soy hijo único, lo cual me puso muy triste e inarticulado. Después de llorar por un día entero, Dios sabrá por cuál de las dos razones, caí en cuenta de que aquel extraño sonidillo se había trasladado a mi rodilla y que curiosamente era mi cumpleaños. Diecisiete años y sigues con la misma mierda, dijo mi machérrimo padre, y mi hermana estaba ya bebiendo hidromiel en el Valhalla. 

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