Hoy, aislado, con un muro de Berlín entre
los incisivos, tocándome los centros abstractos frente a un retrato cualquiera,
pintando de marrón los ojos verdes del bioma adónico, sentí repentinamente como
si alguien estuviera tocando un timbre muy dentro de mi cabeza, entre su
mecánica inexplicable, durante más de dos canciones -resistiré las onomatopeyas
por hoy-, y después, supuse que a razón de cansancio, comenzara a
enarbolar una suerte de golpeteos intermitentes, esta vez allí donde se une la
oreja con el resto de la cabeza -me abstengo de sustantivar la locación por mi
ignorancia a(na)tómica-, exactamente donde sueles echarme el humo de tus
cigarrillos mientras supuras tequieros, como un tambor, como una jam
session de extravagancias o
un recital de ateneas; y empecé a inquietarme. Comenté todo, semidesnudo, con
mi familia: mi madre me obligó a visitar a uno de esos edípicos psicólogos con
quienes dibujas granjas y campos de fresas sin ácido, lo cual ayudó solo a mi
rechazo hacia ellos; mi padre, tras muchos ceños fruncidos, dictaminó, y por un
momento sus arrugas dibujaron la palabra HARTAZGO en la frente, que deje de ser
tan «marica», que empiece a crecer un buen par de «huevos» y un concierto de
palabras que ni Bukowsky usaría; mi hermana intentó comprender todo con una tierna mirada
de valquiria, y, en el momento en que se disponía a abrazarme, recordé que soy
hijo único, lo cual me puso muy triste e inarticulado. Después de llorar por un
día entero, Dios sabrá por cuál de las dos razones, caí en cuenta de que aquel
extraño sonidillo se había trasladado a mi rodilla y que curiosamente era mi
cumpleaños. Diecisiete años y
sigues con la misma mierda, dijo mi machérrimo padre, y mi hermana estaba
ya bebiendo hidromiel en el Valhalla.
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