miércoles, 14 de agosto de 2013

Duelo

Rodeo el estadio hasta que el Rey saboree mis miedos, entro al castillo por la cloaca y el Perro sigue blandiendo su hacha de hartazgo; entonces, en ojo de tormenta, intento recitarle algo, filosofarle, conocerle los demonios, presentarle a Proust, y no me escuchará. Sonarán las liras, las odas comenzarán a autoerigirse colofones. ¿Puedo escoger entre muerte y gloria?, me pregunto, pero la sinapsis está ebria en algún burdel, así que solo atino a patear candelabros y defenderme con bustos de héroes verdaderos; mientras me miran, descubro que mis lágrimas no son dagas, que las palabras no son escudos, que mis dioses paganos se burlan de todo esto con copas de vino y mujeres inmundas. Para acortar la muerte que yo pensaba homérica, en el preciso momento en que me disponía a aislarme tras las faldas de la Reina, mi madre, yo, sí, príncipe Eunuco, sentí el viento abrirse paso e ignorar el infortunio hecatómbico, partirse en cuatro, en mil, una confusión de cascos y cuernos, armaduras y gruñidos, onomatopeyas de furia, mi caja torácica rota, pienso en mis últimas palabras, ¿alguien las escuchará? Los vítores hacen que vislumbre el destino acérrimo de esta vez, la última vez. Alzo los ojos y tú te difuminas en un gesto de dolor y disculpa, mientras yo, sí, yo, fracción de hombre sin diástole, vomito desolación y cintas rojas. Y luego, la corona. 

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