Rodeo el estadio
hasta que el Rey saboree mis miedos, entro al castillo por la cloaca y el Perro
sigue blandiendo su hacha de hartazgo; entonces, en ojo de tormenta, intento
recitarle algo, filosofarle, conocerle los demonios, presentarle a Proust, y no
me escuchará. Sonarán las liras, las odas comenzarán a autoerigirse colofones. ¿Puedo
escoger entre muerte y gloria?, me pregunto, pero la sinapsis está ebria en algún burdel,
así que solo atino a patear candelabros y defenderme con bustos de héroes
verdaderos; mientras me miran, descubro que mis lágrimas no son dagas, que las
palabras no son escudos, que mis dioses paganos se burlan de todo esto con
copas de vino y mujeres inmundas. Para acortar la muerte que yo pensaba
homérica, en el preciso momento en que me disponía a aislarme tras las faldas
de la Reina, mi madre, yo, sí, príncipe Eunuco, sentí el viento abrirse paso e
ignorar el infortunio hecatómbico, partirse en cuatro, en mil, una confusión de
cascos y cuernos, armaduras y gruñidos, onomatopeyas de furia, mi caja torácica
rota, pienso en mis últimas palabras, ¿alguien las escuchará? Los vítores hacen
que vislumbre el destino acérrimo de esta vez, la última vez. Alzo los ojos y
tú te difuminas en un gesto de dolor y disculpa, mientras yo, sí, yo, fracción
de hombre sin diástole, vomito desolación y cintas rojas. Y luego, la corona.
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