lunes, 12 de agosto de 2013

Anacronías

Bueno, pues ese día de odaxelagnia y cúspides
mientras nos hacíamos pequeños y negruzcos ovillos
me cruzó las pestañas una seudopremonición sesentera:
ambos nos sosteníamos los pulgares, desnudos, a blanco y negro
la vista era en tercera y primera persona a la vez,
no sé si me explico, me refiero a que era yo quien nos miraba;
y, tras firmar con nuestros pies unas cuantas cuadras neoyorkinas
sin que nadie siquiera repare en aquellos jóvenes
con diferenciativos vientres pero la misma euforia en los ojos,
volteamos los talones súbitamente, no recuerdo si había
música de fondo jazz ese momento, y caminamos decididos
hacia uno de esos pasajes con humo alcantarillado que tanto
vemos en las películas. Chinatown, supusimos el espectador y yo,
que éramos la misma persona, solo que yo me dirigía como un autómata
al costado de las auroras boreales de Francovsky y el espectador/protagonista
nos seguía con cierto movimiento de perspectivas y levitaciones.
En fin, entonces comenzamos a subir esas negras escaleras alternativas
hasta llegar a un noveno piso caravista, forcejeamos la ventana,
entramos holgadamente como si fuera nuestro apartamento,
intercambiamos algunas frases románticas, nos sentamos en el sofá,
acariciamos al gato, recorriste con los dedos cada comisura mía,
me hiciste abrir los ojos -llegado este punto ya me había trasladado
al segundo piso otra vez- y dijiste que ya no querías morir.
Entonces yo sonreí, en los dos lugares al mismo tiempo.


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