lunes, 29 de julio de 2013

Metaforización del día

Entonces hoy unimos eslabones en La Rambla e hicimos planes de abordar un barroquísimo carro de fuego hacia el faro de Nantes y otros lugares que no se ubican así nada más. Todo esto, no sin antes llevar provisiones: nos cargamos casi en completo la mercadería de una tiendilla de flautas y crisantemos, de libros en remate y tazas estampadas; llenamos nuestros morrales de hilo, si acaso se nos daba por dormir sobre telarañas manufacturadas; metimos en nuestros bolsillos incontables cajas de cigarrillos de tantos tipos que ya no cabe ni enumerarlos; compramos un par de lentes de sol (aclarar que no fueron Ray-Ban) por si orbitábamos de cerca al sol, como suele ser costumbre cada vez que miro tus ojos; y entonces, partimos. En el primer viaje, mientras nos dirigíamos a la sucursal limeña de Carros Barroquísimos de Fuego S.A, no intercambianos palabra de ningún tipo: nos preparábamos para entrar al Aleph. Solo me dedicaba a mirar tus manos y en momentos de debilidad me atrevía a subir la mirada hacia tus labios o lunares, y tú solo oblicuabas la sonrisa de una manera muy siamesa. Abordamos el vehículo con nuestros ojos estrábicos y ansias de declaraciones bisílabas; el camino fue recargado de participios y fresas de todos los tipos. Nunca me acostumbré. Sin embargo, cuando puse pie en tierra y mano en tu cintura, sentí la brisa fresca de la playa en alturas y la saturación de colores en los días grises. Con el pulgar y el índice cogí las líneas de tus manos y los usé como ariete para entrar en ti, te catapulté hasta los peñascos en la bahía lluviosa y rodeé tus rododendros hasta la aferración máxima. Las cuatro, las cinco, las veinte, las cincuenta horas de la tarde y podía tocar la cercanía del Ragnarok mientras me besabas. Dijiste que deje de plañir las cítaras, pues ya te tenías que ir. No te dejé ir nunca.

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