Entonces hoy unimos eslabones en La Rambla e
hicimos planes de abordar un barroquísimo carro de fuego hacia el faro de
Nantes y otros lugares que no se ubican así nada más. Todo esto, no sin antes
llevar provisiones: nos cargamos casi en completo la mercadería de una
tiendilla de flautas y crisantemos, de libros en remate y tazas estampadas;
llenamos nuestros morrales de hilo, si acaso se nos daba por dormir sobre
telarañas manufacturadas; metimos en nuestros bolsillos incontables cajas de
cigarrillos de tantos tipos que ya no cabe ni enumerarlos; compramos un par de
lentes de sol (aclarar que no fueron Ray-Ban) por
si orbitábamos de cerca al sol, como suele ser costumbre cada vez que miro tus
ojos; y entonces, partimos. En el primer viaje, mientras nos dirigíamos a la
sucursal limeña de Carros Barroquísimos de Fuego S.A, no intercambianos palabra
de ningún tipo: nos preparábamos para entrar al Aleph. Solo me dedicaba a mirar
tus manos y en momentos de debilidad me atrevía a subir la mirada hacia tus
labios o lunares, y tú solo oblicuabas la sonrisa de una manera muy siamesa.
Abordamos el vehículo con nuestros ojos estrábicos y ansias de declaraciones
bisílabas; el camino fue recargado de participios y fresas de todos los tipos.
Nunca me acostumbré. Sin embargo, cuando puse pie en tierra y mano en tu
cintura, sentí la brisa fresca de la playa en alturas y la saturación de
colores en los días grises. Con el pulgar y el índice cogí las líneas de tus
manos y los usé como ariete para entrar en ti, te catapulté hasta los peñascos
en la bahía lluviosa y rodeé tus rododendros hasta la aferración máxima. Las
cuatro, las cinco, las veinte, las cincuenta horas de la tarde y podía tocar la
cercanía del Ragnarok mientras me besabas. Dijiste que deje de plañir las
cítaras, pues ya te tenías que ir. No te dejé ir nunca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario