sábado, 20 de julio de 2013

Facetas

O de cómo se atraviesan 
los círculos del infierno terrenalmente, 
inarcángelmente.

Me levanto. No suena mi despertador, se ha averiado; tampoco cantan los gallos ni se huele el café de las mañanas. Parece medianoche y sin embargo son las seis con treinta. Salgo por la ventana. Qué peculiar la tripofóbica imagen de las rosas húmedas, qué bella la neblina limeña, y qué misteriosa. Ya es muy tarde para la universidad, pero para qué si lo único que me espera es una seudoprofesora de genética mediocre y una tarde encerrado, impregnado de parafernalia antiséptica y un hedor hiperbólico a formol y muerto. Joder- pienso, y maldigo a mi padre por hacerme estudiar esta carrera de mierda, a Milene por dejarme lleno de mierda y a Dios por esta adolescencia de mierda- me siento un personaje de Poe otra vez. Esa sensación recurrente de ser un títere infeliz y macabro me ha venido atormentando (¿o acompañando?) desde el año pasado, junto con una necesidad exasperante de repetir la palabra Nevermore como si fuera un rezo, como un mantra, y el deseo de asesinar cada maldita cosa que se me cruce en el camino. Pero qué importa. Y escribir. Desde que empezó toda esta neronía escribo mucho, sustancialmente para mostrar mi superioridad: yo que soy Javier pero me llamo Egolatría.

Mis padres no están en casa. Mucho mejor, un problema menos con que lidiar. Me paso la mañana mirando las parsimoniosas nubes terrenales transitar por las calles miraflorinas, caminando en círculos alrededor de mi cuarto, cambiando las palabras de un par de poemas, leyendo por quinta vez Frankenstein. Dónde estará mi perro. Voy a buscarlo y no aparece. No está en la casa. Maldita sea, mis padres se molestarán. Sonrío, complacido con la imagen de ellos sufriendo. Le resto importancia a la desaparición de Pachas y la muerte de Víctor, de la cual aún nadie se ha enterado. Cierro el libro y me propongo terminar el cuento que había dejado pendiente desde el mes pasado, el del cura arequipeño que se enamora de una lesbiana. Releo la obra y me siento un aficionado, un inexperto, el típico joven rebelde que tiene justificación para todo, como diría mi padre. Siento asco. Asco. Odio. Nevermore. Quemo la hoja. Nevermore. Abro Frankenstein otra vez, cómo me fascina la pobre bestia, cómo me repugnan los demás humanos. Cómo me repugnan. Son seres llenos de prejuicios. ¿En qué momento se jodió el Perú? En el instante en que pisamos esta tierra, Varguitas. Lamentablemente soy un mortal. Cómo me gustaría ser Lovecraft o un cuervo. Tal vez después. Nevermore. Cojo un cuchillo. Nevermore. Lo acerco a mi garganta, pero soy un pusilánime, eso. No puedo, y tal vez nunca lo haga. Qué importa, tengo mucho tiempo por delante. Soy joven y lleno de deudas y libros. Aún puedo aguantar, creo. Después de todo, lo que importa es que nadie sabe lo de Víctor, aún no. 

Entonces retrocedo todos los pasos a mi habitación: los he contado, son treinta, exactos, alfombrados y grisáceos. Así desperdicio mi tiempo, en cronopiadas, como diría Franco. Miro el reloj otra vez, solo ha pasado una hora. ¿Qué hacer con estas (mas)turbaciones hecatómbicas? Prendo otro cigarrillo y tal vez todo se calma un poco. Golpeo fuerte, casi me atraganto. Cómo quisiera en este momento uno de los happy brownies de Mónica. Muy happies, por cierto. Nevermore. Otra vez. Mi perro salió del sótano vacío con un canario en el hocico, aún retorciéndose. Tal vez necesite un psicólogo o algo parecido. Mi padre se niega a aceptarlo, sigue pensando que es por la “edad”, y a veces yo también quisiera creerlo. Me doy miedo, me siento el marqués de Sade, ahora que lo estoy leyendo. Nunca terminaré nada. La voz se hace más gutural y cavernícola, y aprende nuevas palabras, crípticas todas, casi ininteligibles. El hedonismo nos fulminó. Me canso de este drama esquizofrénico y llamo a Franco, el único que logra limpiar mis superficies. No contesta. Ibuprofenos, dos, cinco, siete, trece, siempre deteniéndome unos cuantos segundos en los números primos. Miedo, alargado, así, mieeeedo. Y los ladrillos de mi cuarto se funden y se vuelven anormalmente grandes, otra vez. Miedo. Chirrían los dientes al igual que el espejo y la ventana y el camión estacionado frente a la acera. Acurrucado, me tapo con las sábanas y me abstraigo, cierro los ojos y escucho, esta vez un perverso monólogo. Tú que eres Javier, pero no te llamas así, hay tres formas de calificar a personas como tú: mediocres, miedocres y mierdocres, ¿cuál eres? Sal de mi cabeza, ser extradimensional de mierda. Qué embrollo, qué paranoia. Alguien me llama. Franco. Genial, se le corta el crédito a mitad de la oración. Supongo que estoy solo, como siempre. Ya no sorprende. Saco unas cartas sepia, con olor a libro medieval. Escribo, detalle a detalle, lo que pasó con Víctor. Se rompe la punta del lápiz en la última ele de la palabra costillas. Supongo que eso será señal de algo. ¿Tú pensando en supersticiones, Javier? Dejo de escribir. Y supongo no existe una razón por la cual yo haga todas estas cosas: son conexiones jitanjafóricas que se dan porque sí, porque Javier, porque joven, porque yo, y no tienen sentido para nadie: son o no son, son o no son; no son. No me queda más que seguir viviendo entre gerundios y dependes, entre las galimatías irrisorias del niño confuso que soy.


Agradecimientos hiperbólicos y parafraseativos a Mónica Yaji Barreto, fiera autora del blog Oiseau, accesible desde un armario, un portal y esta dirección web: http://www.oiseaumoi.blogspot.com/ 

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