Lima, son
las tres de la tarde,
tu cielo
está percudido
como dos
peces chapoteando en una laguna automedicada
o dos
semidioses disputándose el último concierto;
tu calor
está inmedible, voluble, reptil
como un
ojo mirándote desde una lupa
o las
contraseñas desnudas de tus habitantes que piensan que la única manera
de pelear
con sus monstruos es enseñándoles cien crucifijos;
tus
casonas, patrimonios archieuropeos que le dan sombra a los mendigos
se están
desmoronando, tus huacas se están convirtiendo en retazos peruanos
con grúas
y cemento y sueldo mínimo y pisos altos y más cemento,
mientras
tu esencia se esparce en nosotros, se funde en las nubes sin color,
en los
carteles chicha, en los graffiteros más poetas que Neruda pero sin sus libros
ni su
tiempo ni su realidad romántica de oro,
porque
ellos son de cenizas y escriben cenizas,
son los
apartados y escriben fuera de la hoja, con lapiceros verdes de treinta céntimos
y aerosoles que
contaminan el ambiente pero
qué se
hace cuando no nos escuchan.
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