jueves, 31 de octubre de 2013

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Dados: Eliana pasó lo que faltaba de la tarde recostada en un viejo sillón que antaño le pertenecía a su abuelo. Comenzó a pensar en cómo hubiera sido y a darle una personalidad. Lo vio imponente, igual a su padre, con ojos negros como la sombra y brillantes como espejos rotos, con abundante barba y un acento español marcado, Alfredo Murillo, pequeño héroe de San Miguel, fundador de un pueblo alejado donde nada pasa nunca, ni la muerte. Medio adormilada, iba recordando a medias un relato que su madre- florero del mundo, desarticulada superficie-, le contó unas semanas antes del terremoto.

»Se decía que Alfredo Murillo, en sus últimos años, fue un gran devoto del azar. Ateísimo, claro, y a más no poder. Pero que nunca pudo evitar lo verosímil de los dados y las cartas y el destino y los astros; con respecto a los últimos, duda, duda. Y Chopin. Se decía que fie muy culto, también, y que le gustaban tanto los libros como las mujeres. Tanto, que no era extraño para los vecinos encontrarlo en la intemperie junto a las obras obras completas Shakespeare y Julia -la hetaira, el ridículo eco de Juliette de Sade- en sus brazos, restregándose los ojos con matutinal frescura. Pero esas son otras historias, Eliana, que pasaron después de la muerte de tu abuela.

Alfredo Murillo era conocido también por su completo apoyo al establecimiento del arcaico San Miguel y la metamorfosis que sufrió hasta convertirse en el pueblillo de quintas y alamedas, de florecillas y tangos que es ahora. Fue él quien propuso instaurar una entidad llamada «Control de Crímenes», que luego dio paso a la municipalidad del pueblo; y actuó como una especie de sheriff en los primeros años del pueblo, además de ser alguien siempre dispuesto a ayudar en las nuevas construcciones. Por eso siempre fue admirado en el pueblo, por todos: los niños de la escuela, las amas de casa, los tranquilos ancianos. Incluso la plaza de armas llevaba su nombre. Sin embargo, había alguien a quien nunca llegaba agradar. Una muchacha medio andrajosa, llena de rasguños en las manos y rodillas, hija de algún mercader limeño: Precy. Pechi, le decían. Solía decir siempre que el joven Murillo era un aprovechador de quinta que solo quería postular a la alcaldía e ignorar el pueblo después, mientras se regodea en su egotismo. Eso lo cautivó, dicen, y se inició un odiseico romance que, unilateral al principio, fue convirtiéndose, tras fuertes pinceladas, en una historia de las buenas. 

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