domingo, 27 de octubre de 2013

C

Comienzos: Eliana escucha algunos golpeteos de pequeñas piedras contra la ventana de su cuarto de juegos -que en realidad es un espacio a medio construir adornado con los rododendros y muñecas de trapo que gustaron siempre a mi abuela- y abre apresuradamente las puertas del balcón, a ver si es Adolfito, el hijo de don Eleazer, dueño de una gran hacienda al norte de la ciudad. No hay nadie. Ella asoma su cabeza por entre las barandas, curiosa. Se oye solo el rechistar de una empleada que odia lavar gallinas. Eliana se encoge de hombros y sigue conversando con Lilia, su muñeca, sobre sus planes de fugarse a Lima con su novio de trapo, Julio del Alba. De pronto se aburre y decide conversar con la refunfuñante mujer, quien le jaló de las trenzas cuando vio sus zapatos de charol llenos de barro y jugo de mora. «Las señoritas deben ir siempre limpias, como dice la Constitución. Eso de andar limpia es ley, querida, es ley -dijo, tras haberla golpeado-. Ahora ve a jugar mientras yo termino con estas gallinas. Y cámbiate de ropa.»

«¿Soy yo una señorita?», se preguntó Eliana.

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