Parece nuestro día a día unas fichas oxidadas de tragaperras, montones de papeles que nunca llegaron a ser cartas; no sabe de proas ni bavores, solo se mantiene a flote a base de telescopios.
O a la noria que rompió sus centros y comenzó a vengarse de sus viajantes mientras se enterraba en la arena.
O a los paracaidistas que recibieron una bala mientras estaban en el aire y ahora vomitan sangre en las terrazas miraflorinas.
O al artista a quien le ganó la nada.
O al palíndromo que siempre sopló las velas deseando algún día estudiar aritmética y que le llamen capicúa.
O al moribundo que no quiso tener sida sino lepra para irse desollando y dejar su existencia regada entera por los jardines de sus enemigos.
O al perro que le teme al agua y tiene como dueño un aficionado a las peceras.
O al obeso fantasma que no cabe en el bote de basura, donde siempre quiso haber muerto. Aún.
O al muchacho que dejó de fumar tantos cigarrillos porque quería mantener sus sufijos y besos bien pegados a la persiana.
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