viernes, 8 de noviembre de 2013

Fabricante de satélites

Dos mil doce, año bisiesto, el hombre lleva al menos seis meses de contemplación del mismo horizonte, desde el mismo punto, sin haber lanzado un suspiro. Un parque miraflorino con el mar a la derecha, barrancos al lado y un gran faro en medio de todo, esperando buques que nunca llegarán. Las gentes lo recorren todo el día, sin reparar en el eterno ocupante de la cuarta banca contando desde la izquierda: un tipo cuarentón, masculino, con barba de tres días, impasible, con rasgos marcados, unas cuantas canas, unas cuantas arrugas, ojos marrones. No había un solo día en que no viera el ocaso desde su asiento, siempre con solemnidad, poniendo especial atención en los parapentistas que suelen surcar el cielo a esas horas.

El último día de febrero aparece, como la continuación de una larga sombra, de una calle oscura en la que solo hay una destartalada librería y un par de burdeles. Porta un rifle. Calmado, se sienta donde acostumbra y espera a las cinco con treinta, entonces se yergue y fija la mira en el Sol. Se mueve a la derecha. Un paso, dos pasos. Se detiene. Cinco minutos después, se atisba un parapente dirigiéndose hacia el parque. Dispara. Nadie oye nada, el parque está desierto. Solo un par de ladridos y el continuo bullicio del tráfico. El hombre frunce el ceño y se relame las comisuras de los labios; el parapentista, muerto por una bala en la cabeza, pierde el control del artefacto y lentamente se adentra en la zona urbana. Recarga el arma. Se fija el blanco. Dispara. Esta vez una señora de mediana edad y su guía mueren perforados por la misma bala. Se repite la operación tres veces más. El hombre recoge las balas, se pone el rifle al hombro y entra silbando al mismo callejón, donde se confunde con las sombras de los hoteles. Las víctimas, al final de todo, son un niño, un estudiante de Literatura, dos mujeres y dos guías. Todos los cadáveres deambulan por la capital y sueltan un pútrido hatajo de sesos, intestinos y sangre coagulada sobre los rostros de los viandantes. Pasan tres días hasta que, tras una operación que le dio vuelta al mundo, lograron cortar los parapentes, dejando que los disparados cayeran en las azoteas de las más burguesas residencias de Lima.

No hay comentarios:

Publicar un comentario