miércoles, 2 de enero de 2013

Pasa que no quiero tus canciones

Pongo una canción retumbante, estruendosa, clásica; y después de cuatro minutos con alma titánica se acaban las letras de protesta y comienza su melodía, los acordes oxidados que me hacen recordarla, amarla con vestigios. Cambio -irritado- de canción. Pongo una suave, melancólica, tal vez un poco triste, pero sin rastros de ella; y cuando los violines acaban vuelve tu canto maldito, tus voces de invierno. Qué pasa, le pregunto no sé a quién, uno ya no puede alejarse de alguien. Creo escuchar palabras del idioma que inventaste y el sonido de las monedas que le diste al mendigo después de conocerlo por más de una hora. Me voy a la sala y prendo la radio, donde suena una canción antiquísima, de esas que combinan con Shakespeare, y después, con un par de maldiciones mías en el medio, apareces tú otra vez, convertida ahora en la misma canción. Furioso, dejé de escuchar música. Qué curioso que la canción se llamaba Amor y Casualidad.

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